
Llegué al hostal y me tiré en la marchita cama. Tenía tanta sed que no me podía dormir. El edredón estaba deshilachado y descolorido, y el roce de mi mejilla sobre éste sonaba como encender una cerilla. Apenas entraba luz por la diminuta ventana interior, que daba a un patio lleno de herrumbre. Mi boca se secaba cada vez más. Debieron pasar horas hasta que me decidí a moverme, a salir al pasillo, largo y lúgubre para pedirle a alguien, una ama de llaves o un huésped, alguien, que me diera un poco de agua. Me arrastré como una serpiente vieja por el parqué del dormitorio, como pude abrí la puerta y logré sacar medio cuerpo, pero allí no había nadie, estaba tan desierto y árido como mi garganta, que se iba haciendo pequeña. Entonces noté como si mi piel menguase, como si se me fuese pegando al cuerpo, a los huesos. Mis articulaciones chirriaban y apenas podía pestañear, los ojos me picaban por la sequedad, la sensación en mi boca era ahora como si hubiese estado masticando colillas, ceniza.
A las pocas horas, mi cuerpo yacía apergaminado en el mismo pasillo, como un animalillo cubierto de sal.
2 comentarios:
me ha gustado lo que he visto, gracias por tu visita
saludos
:)
gracias por pasar por mi blog!
es reconfortante saber que a alguien al menos le gusta lo que escribo...
a mi tambien me gusto lo que vi por aca:)
cuidate
hablamos por ahi...
adieu
Publicar un comentario